martes, 15 de mayo de 2012

Esas mañanas de principios de mayo

cuando te despiertas y los primeros rayos de luz que ves a través del ventanal son distintos. Son distintos a los rayos que llevas viendo cada mañana durante los largos y oscuros meses de invierno. Son unos rayos intrépidos, inquietos, más alegres. Recuerdo aún la primera vez que me percaté de estas enormes diferencias con detalle. Yo cursaba uno de los últimos cursos de primaria en el colegio que hay al lado de mi casa, y como cada mañana, me levantaba temprano para arreglarme e ir andando hacia allí. Era mayo, era una mañana cualquiera. Bueno, no lo era. Era el día de la carrera escolar, esa que organizaban cada año. Yo estaba nerviosa, como todos los niños y niñas de mi clase. Era un día que cortaba un poco con nuestra rutina, un día que nos recordaba que poco faltaba para las deseadas vacaciones. Por ese motivo recuerdo que me desperté temprano, ansiosa. Tenía ganas de saltar de la cama y salir corriendo ya, antes aún de empezar la carrera. Quería salir corriendo a vivir la vida y a comerme el mundo. Y entonces los vi, los rayos de sol de un mayo coqueto. Vi las chispas del verano. Vi como se acercaba lentamente con sus tonos celestes y amarillentos. Me comía, él se me comía a mí. Esa fue la primera vez que los vi, pero no sería la única. Ahora, cada mayo, esos rayos retornan a mí, hipnotizando mis sentidos para volverme loca, esperando el que siempre espero que sea el mejor verano de mi vida...

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