Lo confieso, yo también he llorado desde las gafas de la locura. Desde esos cristales empañados de la alegría del recuerdo, de esos vidrios que ocultan profundos secretos. Sí, he llorado desde allí. Y sí, he pecado como todos los que han llorado desde esas gafas. Unas gafas que reflejan el instante y no son capaces de mostrarte nada más que disfrutar del presente. Entonces lo ves todo muy claro, nítido, o eso te parece, y cometes la locura sin pensar en consecuencia alguna. Y cometida queda. Después viene cuando se empañan las gafas... y caen las lágrimas. Caen destrozadas por la impotencia. Caen sin motivo, caen sin saberlo. Pero eso no es lo peor. Lo peor llega cuando las lágrimas se secan y se vuelven locas, ya no las gafas, sino las lágrimas. Ni ellas saben dónde ir. No sabes dónde ir. No tienes dónde ir. La locura te abandonó y la sensatez huye de ti. No encuentras solución. Y lo más gracioso es que lo único que necesitas son unas gafas nuevas. Lo difícil es encontrar la dirección de la óptica...
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