Había una vez, una chica de ideas gigantes y loco corazón. Esa chica conoció a un chico. La típica frase, chica conoce chico, chico conoce chica. Pero esta no fue una historia de amor. Nunca se dijeron nada, todo lo sintieron. Se enamoraron, él sin saberlo, ella amándolo a escondidas todo el tiempo. Se dibujaron sonrisas, compartieron palabras con miradas parlantes. Jugaron a no saber qué pasaba. Y ella, perdió. Perdió por conocer la fórmula de lo que pasaba, no sabía ignorarla como él. Y es que resulta que el juego consistía en seguir ese camino sin adivinar dónde llegaba. El primero que lo acertara, perdía. ¿Y qué perdía? Es sencillo, perdía el corazón. Pero eso era algo que también desconocían.
Pues así fue como esa chica descubrió que se trataba de amor, que era una historia de estas de las que veía en las películas la que la llamaba cada noche en la puerta de sus sueños. Lo entendió todo a la vez que se daba cuenta de que había perdido y que, de esa forma, había puesto fin al juego. Un juego que duró lo que duró, pero que, sin ni siquiera llegar a nada, fue lo más bonito que vivirían. Siempre sería su primer amor, aquel que más tarde también acabaría admitiendo él.
Ahora la cosas han cambiado, ella se pone roja como la idiota que es, cuando un idiota que parece gustarle le sonríe con disimulo... Y él... de él no se sabe nada sobre su vida en el amor.
Jugaron a no saber qué pasaba y nada pasó, y digo yo, a lo mejor va siendo hora de jugar a adivinar que fue lo que nunca pasó.
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